Želite vraga?

Mi propia saliva caliente me despierta. El salón está desenfocado, a lo lejos, la televisión escupe la borrosa imagen de una mujer que echa las cartas. Muevo el cuello de un lado a otro, entumecido, y éste me responde con dos leves chasquidos. Me levanto del sofá y en mi patética danza tiro la cerveza encima de los restos de la cena.
―¡Joder!
Cojo un cigarro y me dirijo a la cocina. Caliento café en el microondas, hace frío. Intento encender el mechero, pero la piedra se rompe. Lo lanzo contra la pared. El microondas pita. El café se ha sobrecalentado y se ha desbordado del vaso, me quemo los dedos cuando voy a cogerlo y el líquido se desparrama sobre la encimera para acabar chorreando hasta el suelo.
Ahora sí que estoy despierto del todo. Grito. Son las tres de la madrugada. Un vecino grita conmigo. Cojo la cazadora, las llaves y lo que queda de mí mismo, suspiro y me propongo salir.
Cuando se abre el ascensor me asusto con mi propia cara. Estoy demacrado, viejo de cojones, con infinidad de arrugas y entradas en el pelo. La luz del techo resalta la sombra de mis ojos hundidos y mis ojeras violáceas. Un reguero de saliva seca brilla entre la pobre barba que me ha crecido en los últimos días. Me miro con pena y desidia.
―Qué estás haciendo con tu vida...

En la calle hace un frío estremecedor, el viento me da las buenas noches con una bofetada merecida. Escondo la cabeza en el cuello de la cazadora y encorvado y patético, así como soy yo, echo a andar. La ciudad está en silencio, la mitad de las farolas del barrio no tienen luz, así que camino entre rodales de penumbra sintiéndome como una ficha que se mueve en un tablero de ajedrez deforme.
“Fracaso de persona, ¿a dónde vas?” Al carajo, ahí voy. Porque no hay nada mejor, ni más gratificante, que ir sin prisa pero sin pausa al puñetero carajo. A ver si con un poquito de suerte acabo apuñalado en un callejón o muerto de hipotermia. “Deja ya de autocompadecerte, das más pena así” Voy doblando esquinas y cruzando calles sin fundamento alguno. Necesito fumar. La soledad de las calles un martes de madrugada puede ser algo atroz,sobre todo para alguien que trae la soledad de casa y tiene ganas de fumar... ¿pero qué cojones?
―No, no, no... Tú tampoco me vas a joder a mí ―le gruño al gato negro.
El bicho, que se estaba cruzando delante de mi importante y exitoso camino hacia el carajo, se detiene y me mira con esa indiferencia con la que miran los gatos.
―A no ser que tengas fuego ―Añado.
Como respuesta, el gato negro emprende de nuevo su camino, con ese elegante desinterés, esa ligereza que tienen los gatos negros para dar mala suerte. Qué poca conciencia de nada, qué falta de contrición y de escrúpulos. Escupo. Me decepciono al comprobar que no le he dado.

Al final mis pasos me llevan hasta un pequeño bar abierto, como si el destino sentenciara mi única aspiración. Desde fuera no se oye bullicio, a través del sucio cristal veo una figura de espaldas sentada en la barra. Entro. Un camarero gordo y con cara de perro me saluda con un gruñido. Echo un rápido vistazo al antro, compruebo que no se diferencia mucho de mi casa: es pequeño, frío, sucio y huele mal. La única diferencia es la compañía. Le pido un whisky al camarero y me siento en la barra, a poca distancia de la otra persona que hay. Cuando voy a pedirle fuego reparo en que es una mujer. Tiene el rostro salpicado de pequeñas manchas parduscas, los ojos afilados y caídos, los labios apretados entre dos paréntesis. Sonríe ligeramente cuando me entrega su mechero, mostrando unos dientes amarillentos y poco cuidados.
―Gracias
Aspiro con ganas las primeras caladas de mi anhelado cigarro. El camarero me pone delante un vaso blanquecino y empañado cuyo contenido apuro con rapidez. El bendito alcohol se escurre por mi garganta caliente y tosco, dándome la vida y quitándomela al mismo tiempo; copa a copa empiezo a notar cómo se me empaña la vista, se apaciguan las voces en mi cabeza, se agolpa la sangre en mis oídos. Noto la presencia de la mujer detrás de mí. Se inclina hacia mi oreja, depositando su pelo alambrado sobre mi hombro y murmura unas palabras incomprensibles seguidas de un rancio aroma a alcohol. Después desaparece tras una desvencijada puerta de madera.
Me quedo quieto durante unos segundos. Miro al camarero buscando alguna explicación, alguna razón de por qué la vida, quiénes somos y de dónde venimos. El perro se limita a esbozar una delgada sonrisa, y por un momento me parece el diablo contestando a dónde vamos.
Me levanto. A pesar de que el bar es pequeño, el camino hacia la puerta de madera se me hace eterno. Entro en lo que parece ser un servicio. Dentro, sentada sobre la taza del mugriento retrete, desnuda y abierta de piernas, me espera ella.
―Želite vraga?
Aturdido por el alcohol, a duras penas acierto a asentir con la cabeza, sin pensar ni qué ha dicho ni en qué idioma. Me acerco a trompicones, sintiendo cómo la polla se me va endureciendo bajo el pantalón. Me la saco, y con torpe brusquedad, con la febril ansia que pesa en el cuerpo de los que llevamos solos tanto tiempo, la penetro. Ella cierra los ojos y empieza a moverse despacio. Yo doy embestidas cada vez más rápidas, más furiosas, hasta que culmino dentro en un bramido animal.
Mientras la mujer se limpia con papel higiénico, mi flácido miembro se empequeñece, al igual que mi euforia, mi sensación de poder, mi orgullo. De nuevo vuelve a mí la sensación de vacío, la soledad. Miro a aquella extraña que se está vistiendo, buscando quizá un resquicio de amabilidad, de cercanía, pero ella no es más que una desconocida, y yo no soy más que otro desconocido. Me devuelve una mirada mate, ésta vez sin sonreír, y extiende su mano hacia mí.
―Dvajset
―Perdona no entiendo lo que...
―Dvajset ―repite. Su voz ahora es como un látigo― dvajset dvajset dvajset dvajset!
Yo hago negaciones con la cabeza, sin entender qué cojones me está diciendo. Ella empieza a gritarme, y con rabia me palpa los bolsillos.
―¡Eh! ―le increpo― ¿Qué coño haces?
La mujer saca mi cartera antes de que mi inútil cuerpo y mi alcoholizada mente se coordinaran para actuar. Cuando la abre, comprueba con horror que está vacía.
―Je prazna... ―murmura como anestesiada. De repente clava su mirada en mí, con su rostro crispado por rabia― Je prazna! Je prazna, dumbass! ―grita mientras agita mi cartera en mi cara.

De pronto comprendo la situación. La idea cruza mi cabeza como un rayo intentando abrirse paso entre las densas nubes. Y me da por reír, y por llorar. Hay que ser gilipollas. Hay que ser un sincero gilipollas. Mi mente sale de mi cuerpo y me veo desde fuera con los pantalones bajados hasta los tobillos, con mi polla pequeña y lánguida colgando inútil como un cebo de pesca. Patético. La mujer sigue gritando frente a mí, furiosa por mis carcajadas. Ahora está gritando “budala”, y yo no sé lo que significa “budala”, y eso hace que me ría más y más fuerte.
En ese momento irrumpe en el servicio el camarero con cara de perro. Debido a mi propia risa no puedo escuchar bien lo que se dicen, pero la mujer me señala con su dedo huesudo mientras agita mi cartera incansablemente. El camarero parece no necesitar mucha más explicación, y sin mediar palabra, me propina un puñetazo en la cara con su enorme manaza.



Mi propia saliva caliente me despierta. Hace frío. Me duele todo el cuerpo y apenas puedo levantarme por el entumecimiento. Cuando lo consigo y me llevo la mano a la cara descubro que la saliva en realidad es sangre. Estoy en la calle de nuevo. Frente a mí, un gato negro se cruza veloz como un relámpago. Emprendo el camino a casa, tambaleándome y cantando a voz de grito, y me pregunto si da mala suerte que dos gatos negros se te crucen en la misma noche de un martes... o si se anula la maldición.

Comentarios

Publicar un comentario