Antojo
Cuando amanece, la ciudad huele a coles
y a rocío. Un naranja extraño se fusiona con el frío, el azul, y
los pájaros que vuelan sin chocar. Yo pienso en ti, y repaso
mentalmente los colores que este cielo y tus ojos tienen en común:
el naranja extraño, el frío, el azul, y los pájaros que vuelan sin
chocar.
El café recién hecho está caliente
—como tu piel la primera
vez que la rocé sin querer— y
se hace jirones cuando vierto la leche —como tu ropa la primera vez
que la rompí queriendo—. Me acuerdo de cuando era niña, y estaba
en el patio de mi abuelo comiendo ciruelas directamente del árbol.
Al morderlas, explotaban en mi boca, y su dulce jugo se desparramaba
por mi barbilla. Muerdo la taza, como si mordiera la fruta, como si
te mordiera a ti. Ahora tengo antojo de ciruelas y de ti.
Intento
desconectar, pero no puedo. En la televisión, un señor intenta por
todos los medios hacerme llegar las noticias de última hora. Se ha
desanudado la corbata, me grita y zarandea la cámara tratando de
captar mi atención; pero yo estoy lejos, contigo, veinticuatro horas
al día, siete días a la semana —en laborales y días de guardar—.
Ayer
descubrí que tengo ortoforia, un estado de relajación inducido
voluntariamente o mediante artificios para desviar el eje visual de
mis ojos. Como un jodido camaleón, fue el resumen. No recuerdo haber
aprendido esta técnia para descoordinar mis ojos, quizá se me quedó
al mirarte de distintas formas para dar con la que no doliera.
Me
gustaría tener ortoforia sentimental. Me encantaría poder
descoordinar mi corazón de mis pensamientos, mis pulmones de tu
recuerdo, mi piel de tu voz. Ya no recuerdo la última vez que no te
recordé. Si me dieran la opción de la ortoforia sentimental, de
arrancar de mí esa parte que te pertenece y que te recuerda, me
arrancaría entera de mí misma. Sería un cascarón vacío. Me
encantaría ser un cascarón vacío sobre el que tú te acurrucaras.
Me muerdo el labio. Tengo antojo de ti.
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