Yerma





Estaba algo asustada y temblorosa cuando te abrí la puerta 
que cercaba los lindes de mis cosechas y mis campos, 
era primavera de cereal y aloe vera, yo me había recuperado
del invierno cuando despuntaban las primeras luces de tu falda.
Tú, siempre tan desprendida, tan atolondrada golondrina,
revoloteabas por la tierra con tu risa de traviesa en travesía, 
persiguiendo saltamontes, quemando ortigas, 
explotando ciruelas que se desparramaban sobre tu barbilla.
Mujer sin tierra, niña caprichosa con un cielo despejado en tu frente
dueña de todo cuanto veías allende mi cuerpo 
(y mi boca y mis ojos y mis manos. 
¿Qué podía hacer yo con tanta batahola?
No podía coger esa insistencia dorada y arrojarla al sol,
una vez abierta mi herida era la vena de un armadillo 
que necesitaba ser tierna bajo tu alegre golpear. 
No podía pedirte que no pisaras lo sembrao,
que no crujieras a los caracoles que lamían las piedras
ni lanzaras tus piernas sobre todo lo que estaba por crecer. 
Después del vendaval de tus caprichos
empecé a recoger mis restos, lentamente,
con la triste parsimonia con la que se mueven
aquellos que se han quedado sin hogar.
Tú te sentaste a llorar en medio
de la tierra levantada
del campo ya tan yermo
del nosotros tan sin nada.

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